lunes, 21 de enero de 2008

Bueno: con respecto a mi post anterior, parece que un "anónimo" me ha dejado su honesta opinión, pero veo ciertos fallos de razonamiento en ella, así que voy a explayarme un poco aquí.

El resumen de su amable comment podría ser: "a los niños hay que darles lo mejor, y un matrimonio gay no es lo mejor para ellos. Y además en Cuba, que son vuestros amiguitos, los encarcelan ¿eh?"

Sobre lo de Cuba haré otro post. Sobre lo primero me explico ahora. Totalmente de acuerdo en que a los niños hay que darles lo mejor, para su mejor desarrollo, crecimiento y tal y cual.

Ahora, cada uno tenemos nuestra opinión acerca de qué es lo mejor para los niños. Cada familia, cada madre,... si le preguntas te dará su opinión. Y, como los culos, cada uno tiene la suya.


Hay madres que opinan que ver la tele y jugar a las videoconsolas son geniales para sus niños, porque les entretiene y divierte. Hay madres, en cambio, que piensan que les idiotiza, y algunas les prohiben de raíz usar dichos artilugios.

Hay padres que piensan que es fantástico llevar a los niños a partidos de fútbol, para que aprendan el valor de la deportividad y el trabajo en equipo. Otros piensan que eso sólo fomenta valores de agresividad, competitividad extrema, y además hay gente malencarada que grita e insulta al contrario. A todos ellos, unos y otros, se les permite cuidar niños.

Hay familias que viven en el campo y crían a sus niños entre vacas y cabras, y les hacen ayudar en la granja. Otras los crían en la ciudad, les enseñan a ir en metro y a comprar en supermercados, y les curan el asma que les provoca la contaminación.

Hay padres que enseñan a sus niños que el mundo fue creado en siete días. Otros les enseñan que a los ricos hay que derribarlos y crear un estado estalinista. Otros les explican que somos Gaia y que hay que meditar para estar en comunión con la madre Tierra. Otros les explican que sus amigos del cole que son inmigrantes, son en realidad invasores que vienen a destruir nuestra patria, y que debe luchar por su cultura. Otros padres enseñan a sus chicos a ayudar en casa y a aprender a cocinar y limpiar, como antes hacían solamente las chicas.

Hay padres viudos y madres viudas, que cuidan de niños. Hay padres que son políticos y tienen mucho estrés, pero cuidan de niños. Otros son artistas bohemios y sobreviven como pueden, pero cuidan de niños. Otros se pasan el año viajando por su trabajo, pero cuidan de niños. Hay padres divorciados, padres y madres solteras que eligen cuidar de sus niños solos, sin pareja, familias donde los padres son muy jóvenes y familias donde los padres son casi jubilados. A todas ellas se les permite cuidar niños.

¿Son todas estas familias perfectas? ¿Son lo mejor para los niños? Se puede discutir: nadie es perfecto, y siempre hay cosas mejorables en cada familia. Pero se respeta el derecho de los padres a esforzarse al máximo por el cuidado de sus hijos.

Dentro de ciertos límites, por ejemplo. No se tolera, por supuesto, que haya padres que inciten a sus hijos a las drogas o a robar. No se admite, por ejemplo, que unos padres discapacitados y postrados en una cama para el resto de su vida puedan cuidar niños pequeños, por el riesgo que ello supondría para su seguridad. A los padres borrachos, maltratadores, asesinos en serie o similares, se les quita la custodia. (Y no en todos los casos)

Pero en la gran mayoría de los casos, se admite que, en principio, una familia podrá educar razonablemente bien a sus hijos.

Y ahora tenemos un "nuevo" tipo de familia: una pareja gay que cuida niños.

¿En qué grupo los ponemos? ¿En el de los variadísimos grupos de familia con sus diferentes maneras de vivir y pensar, que toleramos perfectamente como padres porque (con sus diferentes matices), nos parecen suficientemente buenas para los niños?

¿O en el de los drogadictos, asesinos, borrachos violentos, perturbados sexuales, que harán de la infancia del niño un infierno para toda su vida?

Anónimo,... tú pareces querer colocar a los gays en el segundo grupo. Asimilas homosexual a peligroso, a maligno. A indigno de cuidar niños y enseñarles valores éticos y morales con el cariño que merecen. Pregúntate por qué.

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martes, 15 de enero de 2008

Un experimento semántico

El otro día hice un experimento. Me cogí la carta que escribió Fdez. Camino, el secretario general de la Conferencia Episcopal, acerca de la destrucción del matrimonio. Helo aquí.

Los promotores de la actual legislación española sobre el matrimonio pretenden hacer creer a la gente que es la más beneficiosa que existe en el mundo, puesto que -según repiten machaconamente- habría «extendido el derecho» a contraer matrimonio a quienes desean hacerlo con otra persona de su mismo sexo. Suelen añadir que de este modo las «uniones homosexuales» han sido -por fin- plenamente equiparadas al matrimonio y que se ha logrado eliminar la discriminación que siempre habrían sufrido ciertas minorías. Y todo, sin perjuicio para nadie. Son frases que pueden sonar bien, pero que enmascaran una lacerante realidad, muy distinta.

No es cierto que las uniones homosexuales hayan sido equiparadas al matrimonio. La Ley de Reforma del Código Civil en Materia de Matrimonio (13/2005) ha hecho justamente lo contrario: ha equiparado el matrimonio a las uniones de personas del mismo sexo. Y aquí, el orden de factores altera radicalmente el producto. El «matrimonio» resultante de esa operación legal ya no es la unión de un varón y de una mujer, sino la unión de cualesquiera ciudadanos. Queda así desnaturalizado por completo, en su especificidad, el contrato al que todas las legislaciones del mundo han llamado matrimonio, antes y después de Cristo. De modo que no es en absoluto exagerado decir -aunque comprendo que pueda parecerlo- que en España el matrimonio ha dejado de existir legalmente, puesto que, bajo ese nombre, el Código Civil actual entiende la unión de cualesquiera personas, con total independencia de su identidad sexual.

En otros países (poquísimos) sí se han equiparado las uniones de personas del mismo sexo al matrimonio. No es que nos parezca tampoco nada justo, pero es ciertamente otra cosa. Allí el matrimonio sigue siendo la unión de un varón y de una mujer, del esposo y de la esposa, y las leyes se han limitado a declarar que las uniones de personas del mismo sexo gozan plenamente -en algún raro caso de equiparación plena- de los mismos derechos que el matrimonio.

En cambio, la mencionada Ley de Reforma del Código Civil -aprobada, por cierto, con una escasa mayoría en el Congreso y con el voto en contra del Senado- se ha permitido evacuar el contenido específico del contrato matrimonial por un método tan simple como devastador. A saber: eliminando del título correspondiente del Código las palabras «esposo/esposa» o «marido/mujer» y sustituyéndolas por «cónyuges», un término genérico que se salta la diferencia cualitativa entre el varón y la mujer. La misma suerte corrieron las palabras «padre» y «madre», que son reemplazadas por la palabra «progenitor». Luego hubo que precisar algo más y cuantificar lo que antes eran cualidades distintas y en los registros civiles leemos «cónyuge A» y «cónyuge B», en lugar de esposo y esposa. Procedimiento ridículo y triste, pero necesario para evitar esas palabras sagradas, que se han vuelto nefandas para la ideología de género que ha copado las leyes españolas.

El matrimonio, pues, ha sido equiparado a una unión asexuada de «cónyuges» y/o de «progenitores». Naturalmente no se prohíbe que puedan ser de sexo distinto, pero no es necesario que lo sean. Con lo cual el matrimonio ha dejado de existir en su especificidad. Es como si el reglamento del fútbol dijera simplemente que es un juego de balón; así habría sido equiparado, entre otros, al baloncesto o al balonmano. No se habría prohibido, ciertamente, jugar el balón con el pie, pero tampoco se habría excluido que pudiera ser jugado con la mano por todos los jugadores y en todas las ocasiones, por lo que, sencillamente, habría dejado de existir como balompié.

La disolución del matrimonio como figura jurídica propia no es una pura sutileza conceptual. Es un gravísimo acontecimiento de carácter epocal que trae consigo consecuencias muy negativas para la vida de todos los españoles. Significa que el matrimonio no está ni reconocido ni protegido por la ley en cuanto tal. Las leyes protegen hoy todo tipo de realidades y de bienes muy concretos: desde los osos pardos hasta los quesos de La Mancha. Está muy bien. Pero, mientras tanto, se le ha retirado la protección legal a esa realidad humana tan determinante del presente y del futuro de la sociedad que es el matrimonio, el nicho ecológico de la vida humana, el ámbito fontal de la identidad de las personas, de la cultura y de la paz.

Comprendo que quien haya tenido la deferencia de leerme hasta aquí pueda pensar que es muy exagerado lo que digo o que, concediendo al menos que algo pueda haber de lo dicho, no se trata de un asunto que le pueda afectar seriamente a él o a ella. Tratemos, pues, de verificar lo que decimos con un solo ejemplo que pone de manifiesto cómo todos quedan afectados por la desprotección jurídica del matrimonio.

No hay ningún español que no se vea concernido por las realidades significadas por las palabras «padre», «madre», «esposo» o «esposa». Pues bien, estas realidades son ahora olímpicamente ignoradas por la Ley. Nadie puede pretender que la Ley proteja su cualidad de esposo o de esposa, de padre o de madre, por la sencilla razón de que esos conceptos han sido eliminados del Código Civil y han dejado de ser realidades jurídicas. Siguen siendo, naturalmente, realidades humanas de primer orden, pero ya no realidades que merezcan una protección legal. En España, llamar esposo o esposa a una persona y tenerla como tal es algo perteneciente al mundo privado, de los afectos, de los gustos o, en su caso, de la literatura, pero no un bien jurídico públicamente defendible.

Prueba de ello es el caso siguiente. Una niña de seis años viene del colegio contándole a su madre que la profesora le ha dicho que se podrá casar con su amiguita Verónica. La madre, horrorizada, trata de explicarle un poco las cosas. Al día siguiente, la niña vuelve del colegio llorando y tachando a su madre de mentirosa porque la profesora le ha explicado de nuevo que sí podrá casarse con Verónica y que su madre está anticuada y es «homófoba». ¿Podrá esta madre tratar de defender legalmente la realidad de su hija como futura esposa de su futuro esposo y exigir a la maestra que deje de tratar de borrar de la cabecita de su hija los conceptos sagrados de «esposo» y «»esposa»? No podrá, porque los promotores de la actual legislación sobre el matrimonio le han arrebatado ese derecho. En cambio, si insiste en denunciar la tropelía de la profesora, puede sucederle que alguien la denuncie a ella por «homófoba» y por educar a su hija según criterios de «discriminación por razón de género».

En resumen: la actual legislación española no reconoce ni protege al matrimonio y, por tanto, supone un retroceso histórico respecto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, de la que este año celebramos el sexagésimo aniversario. La sociedad debe reaccionar enérgicamente ante este estado de cosas. Gracias a Dios, lo está haciendo ya.

Determinada prensa me atribuye de modo reiterado una afirmación que nunca he hecho. Dicen que he dicho que la mal llamada Ley del Matrimonio Homosexual es lo más grave que le ha acontecido a la Iglesia en sus dos mil años de Historia. No lo sé. Es difícil calibrar que sea lo más grave que le haya acontecido a la Iglesia. Lo que sí he dicho y reitero es que la Iglesia nunca se ha encontrado con una legislación sobre el matrimonio como la que ahora tenemos en España. Una legislación que no es que haya tipificado para una minoría lo que podría mal llamarse un matrimonio homosexual, sino que ha deshecho el matrimonio de todos, arrojándolo fuera de la Ley. El desafío es de grueso calibre. Hay que responder a él de manera proporcionada. Lo que está en juego no son tanto los derechos de la Iglesia, cuanto los derechos fundamentales del ser humano.



Ahora he probado a sustituir, por poner un ejemplo, las siguientes palabras:
-"homosexuales" por "negros"
-"matrimonio" por "universidad"
-"España" por "Alabama"

Y me ha quedado una cosa muy curiosa...


Los promotores de la actual legislación de Alabama sobre la Universidad pretenden hacer creer a la gente que es la más beneficiosa que existe en el mundo, puesto que -según repiten machaconamente- habría «extendido el derecho» a ir a la Universidad a quienes desean hacerlo siendo negros. Suelen añadir que de este modo los «estudiantes negros» han sido -por fin- plenamente equiparadas a los blancos, y que se ha logrado eliminar la discriminación que siempre habrían sufrido ciertas minorías. Y todo, sin perjuicio para nadie. Son frases que pueden sonar bien, pero que enmascaran una lacerante realidad, muy distinta.

No es cierto que los estudiantes negros hayan sido equiparados a los blancos. La Ley de Reforma del Código Civil en Materia de Educación (13/1956) ha hecho justamente lo contrario: ha equiparado a los estudiantes blancos a los negros. Y aquí, el orden de factores altera radicalmente el producto. El «estudiante» resultante de esa operación legal ya no es un honrado ciudadano blanco que quiere aprender, sino un estudiante de cualesquiera color. Queda así desnaturalizada por completo, en su especificidad, la institución al que todas las legislaciones del mundo han llamado "Universidad", antes y después de Cristo. De modo que no es en absoluto exagerado decir-aunque comprendo que pueda parecerlo- que en Alabama la Universidad ha dejado de existir legalmente, puesto que, bajo ese nombre, el Código Civil actual entiende que puedan estudiar cualesquiera personas, con total independencia de su raza o color de piel.

En otros países (poquísimos) sí se ha permitido que los negros estudien. No es que nos parezca tampoco nada justo, pero es ciertamente otra cosa. Allí la Universidad sigue siendo el lugar donde estudian los blancos, los de pura raza aria, y las leyes se han limitado a declarar que los negros gozan plenamente -en algún raro caso de equiparación plena- de los mismos derechos que los blancos.

En cambio, la mencionada Ley de Reforma del Código Civil -aprobada, por cierto, con una escasa mayoría en el Congreso y con el voto en contra del Senado- se ha permitido evacuar el contenido específico de la enseñanza univesitaria por un método tan simple como devastador. A saber: eliminando del título correspondiente del Código las palabras «blanco» o «negro» y sustituyéndolas por «personas», un término genérico que se salta la diferencia cualitativa entre el blanco y el negro.

La Universidad, pues, ha sido equiparada a una unión sin distinción de raza, de «estudiantes» y/o de «alumnos». Naturalmente no se prohíbe que puedan ser todos blancos, pero no es necesario que lo sean. Con lo cual la Universidad ha dejado de existir en su especificidad. Es como si el reglamento del fútbol dijera simplemente que es un juego de balón; así habría sido equiparado, entre otros, al baloncesto o al balonmano. No se habría prohibido, ciertamente, jugar el balón con el pie, pero tampoco se habría excluido que pudiera ser jugado con la mano por todos los jugadores y en todas las ocasiones, por lo que, sencillamente, habría dejado de existir como balompié.

La disolución de la Universidad como figura académica propia no es una pura sutileza conceptual. Es un gravísimo acontecimiento de carácter epocal que trae consigo consecuencias muy negativas para la vida de todos los americanos. Significa que la Universidad no está ni reconocida ni protegida por la ley en cuanto tal. Las leyes protegen hoy todo tipo de realidades y de bienes muy concretos: desde los osos pardos hasta los quesos de Wisconsin. Está muy bien. Pero, mientras tanto, se le ha retirado la protección legal a esa realidad humana tan determinante del presente y del futuro de la sociedad que es la Universidad, el nicho ecológico de la cultura, el ámbito fontal de la educación de los americanos, de la excelencia y de la paz.

Comprendo que quien haya tenido la deferencia de leerme hasta aquí pueda pensar que es muy exagerado lo que digo o que, concediendo al menos que algo pueda haber de lo dicho, no se trata de un asunto que le pueda afectar seriamente a él o a ella. Tratemos, pues, de verificar lo que decimos con un solo ejemplo que pone de manifiesto cómo todos quedan afectados por la desprotección jurídica de la Universidad.

No hay ningún americano que no se vea concernido por las realidades significadas por las palabras «blanco», «negro», «judío» o «chino». Pues bien, estas realidades son ahora olímpicamente ignoradas por la Ley. Nadie puede pretender que la Ley proteja su cualidad de blanco o de negro, por la sencilla razón de que esos conceptos han sido eliminados del Código Civil y han dejado de ser realidades jurídicas. Siguen siendo, naturalmente, realidades humanas de primer orden, pero ya no realidades que merezcan una protección legal. En Alabama, llamar blanco o negro a una persona y tenerla como tal es algo perteneciente al mundo privado, de los afectos, de los gustos o, en su caso, de la literatura, pero no un bien jurídico ni académico públicamente defendible.

Prueba de ello es el caso siguiente. Una niña de seis años, blanca, rubia y con trenzas, viene del colegio contándole a su madre que la profesora le ha dicho que cuando sea mayor podrá ir a la Universidad con estudiantes negros de su misma edad. La madre, horrorizada, trata de explicarle un poco las cosas. Al día siguiente, la niña vuelve del colegio llorando y tachando a su madre de mentirosa porque la profesora le ha explicado de nuevo que sí podrá estudiar con negros y que su madre está anticuada y es «racista». ¿Podrá esta madre tratar de defender legalmente la realidad de su hija como futura estudiante blanca y decente, y exigir a la maestra que deje de tratar de borrar de la cabecita de su hija los conceptos sagrados de «blancos a estudiar» y «negros a recoger algodón»? No podrá, porque los promotores de la actual legislación sobre la Universidad le han arrebatado ese derecho. En cambio, si insiste en denunciar la tropelía de la profesora, puede sucederle que alguien la denuncie a ella por «racista» y por educar a su hija según criterios de «discriminación por razón de color de la piel».

En resumen: la actual legislación de Alabama no reconoce ni protege a la Universidad y, por tanto, supone un retroceso histórico respecto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, de la que este año celebramos el octavo aniversario. La sociedad debe reaccionar enérgicamente ante este estado de cosas. Gracias a Dios, lo está haciendo ya.

Determinada prensa me atribuye de modo reiterado una afirmación que nunca he hecho. Dicen que he dicho que la mal llamada Ley de la Educación sin Discriminación Racial es lo más grave que le ha acontecido a América en sus doscientos años de Historia. No lo sé. Es difícil calibrar que sea lo más grave que le haya acontecido a América. Lo que sí he dicho y reitero es que nuestra patria nunca se ha encontrado con una legislación sobre la Universidad como la que ahora tenemos en Alabama. Una legislación que no es que haya tipificado para una minoría lo que podría mal llamarse "estudiantes negros", sino que ha deshecho la Universidad de todos, arrojándola fuera de la Ley. El desafío es de grueso calibre. Hay que responder a él de manera proporcionada. Lo que está en juego no son tanto los derechos de América, cuanto los derechos fundamentales del ser humano.

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