Es curioso lo que el cansancio le puede provocar a uno. A pesar de haber salido del trabajo de buen humor, de haber conducido hasta casa con música alegre y animada, de repente llega la sensación de que todo es inútil, la vida cansa, no hay tiempo para nada, y el mundo te deja planchado en el sofá, mientras el resto de la gente sigue para adelante en una fiesta eterna. ¿El blog? Ahí está, muerto de risa, y así se puede quedar mientras las palabras se nieguen a salir de mis dedos. Así, en ese plan pasota, me quedé yo ayer.
Me puse a doblar calcetines al lado de mi viejo piano, desafinado por falta de atención y uso (el La-2 suena como un gato atropellado). Doblar calcetines no es una tarea que me llene como ser humano, así que abrí la tapa del teclado del piano por hacer algo. Sin mucha confianza en mi memoria, puse los dedos en donde recordaba y empecé a tocar una de las primeras canciones que me aprendí.
Los dedos se me doblaban, dudaban, no tenían fuerza ni ritmo, pero aquello sonaba... sonaba a aquellas tardes con el teclado eléctrico y los auriculares puestos en las orejas, en mi dormitorio, mientras mi madre cosía frente a la ventana y yo luchaba con aquellas notas tan incomprensibles. Es una canción sencilla y cantarina, y casi podía oler el inconfundible ambientador que tenían en aquella casa, a una manzana de la mía, donde aquel chaval me enseñaba a tocar, en una habitación en penumbra, con un piano de madera (¡qué envidia!), y con aquella chica veinteañera que terminaba su clase justo al llegar yo cada tarde, y que tenía unas uñas espectaculares para un concurso de belleza pero muy inadecuadas para ser pianista, pobre.
Empecé a sacar carpetas de debajo del asiento, con fotocopias casi deshechas y llenas de pintarrajos, con canciones que yo me había hartado de tocar, conocidísimas algunas, anónimas la mayoría, pero con una sencillez encantadora todas ellas. Música para niños. Luego, aquella chica de pelo rizado que me ayudó heroicamente a pasar los dos primeros exámenes de piano, dándome clases con el piano que ella tenía en su dormitorio, y provocando de paso con sus minifaldas los primeros pensamientos "no-infantiles" de mi carrera. Las notas manuscritas que, años después, me escribía Dimitri en las partituras, aquel ruso asombroso y con pelos de loco que se iba a hablar por teléfono mientras yo tocaba, y a la vuelta me señalaba exactamente todos los fallos que yo había cometido y dónde; aún no sé cómo lo hacía.
Recuerdos de una época que ya se fue y que ya nunca volverá. Pero la música sigue saliendo de mis dedos, a pesar de tantos años va desenrollándose sola hasta el final de la canción, y siempre me asombra cómo las corcheas o semicorcheas que cuelgan de los pentagramas, además de notas musicales, me traen recuerdos y sensaciones.
Pero la vida sigue, y aún tengo que terminar de doblar los calcetines.
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