Patricia se miró en el espejo del ascensor para comprobar su aspecto antes de la reunión. Alejó de su cabeza el pensamiento de que llegaba media hora tarde, y se ajustó uno de los botones de su blusa, que llevaba suelto. Al hacerlo, y mientras el ascensor recorría los pisos que le quedaban, recordó los acontecimientos de aquella mañana. Nunca se sabe las sorpresas que te va a deparar la vida.
Había llegado al amanecer. El aeropuerto de aquella ciudad hervía de actividad a las siete de la mañana. Patricia no estaba allí por su gusto. La habían encasquetado la tarea de ir a aquella reunión casi como un castigo, una manera de presionarla para que aceptara las cosas que habían ido sucediendo en las últimas semanas en su trabajo. Y como si ella tuviera pocos problemas. Había cortado hacía unas semanas con su novio, su vida personal era un desastre ahora mismo, había cumplido 35 años el mes pasado y casi ninguna amiga había podido venir, y ahora encima esto. Estaba harta de todo y con ganas de mandarlo todo a la mierda.
A falta de nada mejor que hacer, Patricia se situó en la cola de los taxis y esperó su turno. La gente que había delante de ella fue cogiendo sus taxis y partiendo raudos hacia sus destinos, y al final le tocó a ella: abrió la puerta trasera del coche que se paró a su lado y subió.
-Buenos días –dijo la joven voz del taxista desde el asiento delantero. Patricia miró sus ojos en el espejo retrovisor mientras arrancaban-. ¿A dónde vamos?
Ella le dio la dirección y se entretuvo un rato en mirar por la ventana, mientras el taxi salía del aeropuerto y tomaba la dirección de la ciudad. Las nubes anaranjadas dominaban el cielo y debía estar a punto de salir el sol. El taxi estaba limpio por dentro, con un agradable olor a ambientador, y el taxista, un chico joven que vestía vaqueros y camiseta oscuros, no hacía muchos comentarios. Tampoco ella tenía ganas de hablar de nada: prefería escuchar el sonido de la radio mañanera, con los comentaristas de siempre hablando de los últimos escándalos políticos y esas cosas. Patricia pensó que, en su estado de ánimo, casi mejor le habría apetecido escuchar algo de música.
Como si hubiera escuchado sus pensamientos, el taxista cambió de emisora.
-¿Le importa? –dijo desde delante, mientras un conocido rock and roll tomaba el relevo en la radio-. Me cansan tanto, siempre con lo mismo...
-Claro que no –respondió Patricia-, en realidad casi lo prefiero.
-¿Cansada? ¿Viene por trabajo?
No era muy difícil de deducir, viendo el maletín que ella llevaba como único equipaje, su vestimenta formal, con traje oscuro de chaqueta y pantalón a rayas, zapatos de tacón y pelo recogido.
-Así es –contestó ella simplemente. Realmente no tenía ganas de hablar mucho.
-La dejo relajarse, entonces –dijo el taxista, cambiando de carril para evitar un tráiler-. Aún nos queda un rato para llegar.
Patricia pensó que se sentía a gusto en aquel taxi. Normalmente topas con taxistas pesados que te dan la brasa, te preguntan, quieren saber de dónde vienes, a qué vas, si es muy duro estar lejos de casa por trabajo, o directamente te empiezan a contar su versión sobre la política o los deportes o lo que a ellos les de la gana. Y a veces uno tiene ánimo para contestarles, pero otras veces no, y ese era el caso de Patricia esa mañana. Agradeció mentalmente que el taxista fuera tan respetuoso con ella. El chico simplemente meneaba la cabeza al son de la música, y además, cosa siempre deseable, no conducía como un suicida peligroso. Iba tranquilamente al ritmo del tráfico y no ponía nerviosa a la pasajera.
Eso la permitió sumirse en sus pensamientos. Se sentía harta de aquella reunión a la que iba, casi en contra de su voluntad, a defender delante de los clientes unas decisiones con algunas de las cuales estaba en contra. Miró el sol saliendo por encima del mar, y deseó estar de vacaciones en vez de ir a una oficina hostil. En realidad, pensó, mucha de la gente que estaba en el aeropuerto hace un rato estaba de vacaciones. La única diferencia entre ellos y ella, realmente, era la dirección que le habían dado al taxista: ella podía irse ahora tranquilamente de visita por la ciudad, si quisiera.
-¿A qué hora tiene que llegar al trabajo? –dijo súbitamente el taxista.
-Eh... pues en una hora o por ahí –respondió ella, algo desconcertada.
-Vale, no, se lo digo porque la autovía por la que pensaba ir estará muy atascada a esta hora –explicó el conductor-, si quiere, podemos tomar un pequeño rodeo, hay una carretera que bordea el mar ¿sabe? y se ve la ciudad desde lo alto, y, si le digo la verdad, a mí me parece más agradable y no perderíamos tiempo ¿qué le parece?
Patricia sonrió. Bueno, pensó para sus adentros, al final podré hacer un poco de turismo.
-De acuerdo, hagámoslo –de repente se sintió más animada.
El taxi tomó la primera salida de la autovía y comenzó a rodar por una tranquila carretera, en dirección al sol naciente, hacia la playa.
domingo, 11 de marzo de 2007
La carretera de las colinas (#1)
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