lunes, 12 de marzo de 2007

La carretera de las colinas (#2)

Diez minutos después ya se tuteaban. La ciudad, allá delante, aún estaba lejos, pero el taxi rodaba sin prisa por la estrecha carretera, que ascendía y descendía por las colinas que bordeaban el mar. Las olas parecían detenidas en su camino hacia la playa, mientras el sol les daba una apariencia dorada que Patricia no recordaba haber visto nunca.

-Es un paisaje impresionante –dijo ella-. ¿Por qué no vendrán por aquí todos los coches? ¿Por qué se meten por esa horrible autovía?
-No, no pidas eso, por favor –rió el taxista-, entonces esto se convertiría en un infierno. Se atascaría también. Además, la mayoría de la gente que va a la ciudad no soportaría estos kilómetros a menos de 100 kilómetros por hora. Se pondrían nerviosos. Lo sé, los veo cada día. No aguantan estar cinco minutos parados, siempre es correr, correr, llegar a donde sea para luego volver corriendo.

Patricia estaba abrazada al respaldo del asiento que estaba frente a ella, observando al conductor. Le había dicho que se llamaba Félix, que tenia veintinueve años y que le encantaba ser taxista. Mirándole, ella opinaba que era guapote, aunque a veces le salía una voz un poco chillona que le quitaba puntos. Habían estado conversando del tiempo, de la vida, del trabajo, de tantas cosas.

-Son los horarios que nos ponen –respondió Patricia a lo que Félix había dicho-. No les culpes. No podemos elegir los horarios cuando venimos, tenemos que estar a tal hora, tenemos que terminar a tal hora, tenemos la comida a tal otra hora y el avión a tal hora. Si fuera por mí...
-Ya sé –dijo él-. Si fuera por ti, tú te irías a la playa o a hacer fotos por la ciudad. Oye ¿y qué te lo impide? Que esperen ellos.
-Fíjate, exactamente eso estaba yo pensando hace un rato. Pero una cosa es lo que uno fantasea con hacer, y otra lo que sabemos que tenemos que hacer. Si me dejo llevar por esos... caprichos... oye, pues estaría bien, llamo a mi jefe y le digo: que voy a irme a hacer fotos a monumentos, y ya iré a la reunión, pero...
-Ya, -reconoció él-, al final hay que comer a fin de mes.
-¡Exacto! –dijo ella-, ahí lo tienes, es lo que yo digo. Esto de comer es un verdadero atraso. Nos impide llevar nuestra vida como nos gustaría.
-Eh, habla por ti –dijo él mientras la carretera les llevaba a través de un diminuto pueblo marinero-. Comer es una de las cosas más placenteras que existen.
-Ya, bueno, yo me refiero a...
-Sí, sí –interrumpió él-, el sueldo, lo que nos permite vivir. Pues sinceramente, no sé yo si merece la pena pasarse la vida trabajando para un sueldo que nos permita vivir pero no nos deje tiempo para hacerlo.

Ella estaba maravillada, era justo lo que estaba a punto de decir. Era una conversación que había tenido otras veces con gente del trabajo, y nadie lo había expresado tan bien como él.

-¿Sabes? Es como si me leyeras la mente.

Félix no contestó, simplemente la miró, guiñándole un ojo, y continuó conduciendo.

Patricia lo miró desde su asiento, casi fascinada. Era fantástico hablar con él, no recordaba a alguien con quien fuera tan fácil conversar. Era como si el se anticipara a sus pensamientos, era como hablar con alguien que te conoce desde siempre, que sabe cómo sientes, las cosas que te preocupan. Era tan difícil encontrar a alguien así... sus (pocas) relaciones siempre habían terminado por culpa de la incomprensión, por no saber entender el carácter de la otra persona o por no sentirse comprendida o apreciada. La personalidad soñadora de Patricia no era siempre lo que los hombres buscaban. Félix debió ver por espejo cómo su cara se oscurecía por el recuerdo, porque giró la cabeza hacia ella.

-Eh, no te deprimas ahora. Mira qué amanecer.

Era cierto, el sol había empezado a ascender entre las nubes y la imagen era preciosa, casi de postal. Las sombras de las nubes se reflejaban en la superficie del mar, donde un par de veleros desafiaban al viento e insistían en dirigirse hacia alta mar con todas sus fuerzas. Seguramente ésos estaban de vacaciones, pensó ella.

-Esos no trabajan hoy, eso seguro –dijo Félix, como respondiendo a su idea-. Bueno, ya nos queda poco.

El coche tomó una curva y toda la ciudad apareció ante ellos, con sus altos edificios al borde del mar. A la carretera de las colinas le quedaban dos o tres kilómetros antes de descender, meterse a través de un polígono industrial y volver a unirse a la autovía. De repente volvió a Patricia la sensación de querer huir, de resistirse a aquella ciudad gris que nada tenía que ofrecerle. No quería que estos minutos se acabaran.

-¿Sabes lo que me apetecería ahora mismo? –dijo ella tras unos instantes.
Por toda respuesta, Félix redujo la velocidad, miró cuidadosamente por los espejos, en una y otra dirección, hizo un cambio de sentido y volvió a ascender por la carretera, por donde habían venido. Acababan de pasar un mirador sobre el mar hacía cinco minutos, era un saliente sobre un acantilado desde donde la vista era impresionante. El taxi regresó a ese mirador, salió de la carretera y aparcó cuidadosamente al borde del acantilado, frente a la valla. Félix apagó el motor y luego se volvió hacia el asiento trasero.

Patricia estaba allí sentada, sin decir una palabra, agarrada a su cinturón de seguridad. Mirándole asombrada.
-Lo has sabido –dijo.
-Te miré por el espejo cuando pasábamos por aquí hace un rato –explicó él-. Te quedaste con la mirada perdida en el mar, y pensé que una bonita manera de terminar el viaje sería volver aquí.

Patricia negó con la cabeza. Aquello era demasiado. Estaba aturdida, pero también encantada.

-Oye. Oye, esto es demasiado. Tenemos una conexión. Tú y yo.
-Tampoco es para tanto –Félix estaba un poco incómodo-. Simplemente he pensado que querías venir aquí.
-Y quería –Patricia sonrió a Félix una vez más y luego salió del coche.

La brisa del mar sacudió las ropas de Patricia nada más salir del taxi. Agradeció haber traído su chaqueta, aún hacía fresco a esas horas de la mañana. Caminó unos pasos hasta colocarse delante del coche, con toda la extensión del océano delante de ella; se apoyó en la verja de protección que había al borde, cerró los ojos y escuchó el sonido de las olas al chocar allá abajo. No sabía qué sentir. Sólo sabía que Félix era especial, más especial de lo que nunca nadie había sido para ella. Nunca había conocido a nadie que supiera con tanta facilidad lo que ella quería, que la comprendiera tan bien.

Con los ojos cerrados, supo que no podía despedirse de él así por las buenas, cuánto es, dieciséis euros, toma, quédate el cambio, adiós. No sabía qué hacer. Estaba tan confusa. Entonces oyó abrirse la puerta del coche, unos pasos sobre la gravilla, acercándose a ella, lentamente, tranquilamente, y supo que Félix se acercaba a ella, y no sabía qué iba a ocurrir, y no sabía qué le iba a decir ella o qué le iba a decir él, y finalmente sintió unos brazos que la rodearon por la cintura.
-Hola –dijo la cálida voz en su oído derecho-. Te vas a acatarrar aquí con tanto viento.

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