martes, 13 de marzo de 2007

La carretera de las colinas (y #3)

Apoyados en el coche, Félix seguía abrazando a Patricia por la cintura. Los dos miraban a lo lejos, a los barcos que se movían lentamente en alta mar. A Patricia no le importaba el reloj, ya no le importaba nada. La preocupación había desaparecido; no sabía qué decirle a Félix, o si había algo que decirle. Sólo quería sentir esa calidez abrazándola por la cintura. Estaban en silencio, sin hablar, desde hacía un cuarto de hora. Sólo escuchando la brisa del mar en sus oídos y algún coche ocasional que pasaba por la carretera a sus espaldas, por supuesto, sin intenciones de pararse allí.

Al cabo de unos minutos Patricia habló finalmente.
-Oye –dijo.
-Sssh –Félix le susurró al oído-. No digas nada.
-Pero –protestó ella-, tengo que hacerlo. No sé qué pasa, no sé lo que me haces sentir... te lo digo de verdad, nunca había sentido nada así. Creo que tenemos una conexión.

Félix se mantuvo en silencio.
-Te lo digo de verdad –continuó Patricia-. Nunca en toda mi vida había conocido a nadie que supiera tan bien explorar mis sentimientos. No sé, es como si me conocieras de siempre. ¿No podría ser...?

Una racha de viento sacudió su flequillo.
-Espero que no me hayas estado espiando o algo así –rió ella-. No, en serio, ¿no es posible que seamos familia, no sé, parientes lejanos o algo así...?
-Soy telépata –dijo Félix.

Patricia giró la cabeza hacia atrás para mirarle. El le devolvió la mirada. Lo había dicho en serio.
-Venga ya –dijo ella, contemplando el mar de nuevo.
-No sé desde cuándo –explicó el taxista-, quizás desde que era niño. Me era muy fácil comprender a la gente, saber por qué hacían las cosas que hacían. No sé explicarlo muy bien, pero según fui creciendo fui dándome cuenta de lo que me pasaba. Me di cuenta de que no todo el mundo era como yo. La gente a mi alrededor discutía, tenia problemas, no se entendían, pero a mí me parecía incomprensible. Yo entendía las motivaciones de todo el mundo, y no podía comprender por qué no todo el mundo podía hacerlo como que yo. Hasta que finalmente llegué a darme cuenta de lo que pasaba. Era yo, yo era el diferente. Así que, no con todas las personas, sólo con algunas, pero en resumen, bueno, puedo leer mentes.

Patricia sonrió.
-Si eso es cierto –dijo-, dime lo que estoy pensando en este momento.
Félix cerró los ojos un momento y luego sonrió.
-¿Y bien? –dijo ella.
Sin dejar de abrazarla Félix besó suavemente el cuello de Patricia. Ella quedó electrizada al instante. Era cierto, por favor, ¿era posible?, pensó mientras él la besaba otra vez, y otra vez más, y hundía su cara entre sus cabellos y seguía besándola.

“No puedo creerlo”, pensó ella.
-Créelo –le dijo él al oído.

Félix se mantuvo atento a los pensamientos de Patricia. Su mano derecha obedeció a la orden invisible y silenciosa y, desabrochando un botón, se introdujo en el pantalón de ella. La respiración de Patricia se hizo más intensa cuando él alcanzó el borde de su ropa interior, y unos instantes más tarde Patricia tembló, cerró los ojos y dejó de ver el mar. Todo se volvió confuso; una puerta se abrió, ambos cayeron sobre el asiento trasero del taxi, y las palabras sobraron.

Ella sentía todos sus deseos concedidos: todos sus pensamientos eran recompensados al instante, todas sus sugerencias no dichas eran satisfechas de manera inmediata. Ella se sentó sobre su regazo y lo besó como sólo se puede besar a un dios, a un genio de la lámpara que hace lo que nadie ha hecho jamás. La mano de él exploró húmedos territorios llenos de maravillas, ella sintió su cuerpo cargarse de energía como una batería, pronto los pantalones y la chaqueta sobraron y quedaron tirados por los asientos delanteros, mientras atrás la piel se fundía con la piel. Un pensamiento fugaz de Patricia y las manos de Félix, obedientes, amasaron los pechos de ella mientras la boca de Félix se alimentó ansiosa de los frutos así obtenidos. Una simple anotación mental de ella y los pantalones de él se reunieron con los demás, lanzados a la parte delantera; una meditación cuidadosa y sus posturas se ajustaron ligeramente; un deseo concreto, acompañado de una mirada expresiva de ella, persuasiva, convincente, y Patricia finalmente sintió a Félix como siempre quiso sentirlo, como si supiera que este momento iba a llegar, como si llevara años sabiendo que todo iba a suceder así.

Y entonces Patricia y Félix se detuvieron de repente. Mirándose. Comprendiendo, entendiendo algo que ninguno de los dos había dicho. Ella le acarició la mejilla con su mano perlada de sudor.
-No es culpa tuya –susurró-. Es simplemente que no puedo. No tiene sentido.

Minutos después, el taxi emprendía de nuevo el camino hacia la ciudad, dejando atrás una nube de polvo.


Patricia se miró en el espejo del ascensor para comprobar su aspecto antes de la reunión. Alejó de su cabeza el pensamiento de que llegaba media hora tarde, y se ajustó uno de los botones de su blusa, que llevaba suelto. Al hacerlo, y mientras el ascensor recorría los pisos que le quedaban, recordó los acontecimientos de aquella mañana. Nunca se sabe las sorpresas que te va a deparar la vida.

Podía haber seguido así durante horas, prolongándolo durante días, años, quién sabe. Pero en aquel momento, en el asiento trasero del taxi, con aquel chico al borde del mar, se dio cuenta repentinamente de que algo fallaba. Todo era insuperable hasta que, por pura casualidad, Patricia se vio reflejada en el espejo retrovisor. Desnuda, con el pelo alborotado, expresión de ensueño. Y se dio cuenta de que todo aquello era exactamente eso. Un espejo.

Estar con aquel hombre era como estar con un espejo. Todos sus deseos, todos sus caprichos, eran concedidos al instante. Pero sólo eso. Era como estar ella con ella misma, era como hacer el amor consigo mismo. Ella, por supuesto, ya sabía lo que era eso, y esto no le aportaba nada nuevo. Y, con gran tristeza, se dio cuenta en segundos de que si seguía adelante, esto era lo que le reservaba el futuro: una vida con alguien que no te aporta nada nuevo, que sabe todo lo que necesitas al instante. Cuando quizás ni siquiera tú misma lo sabes. Una vida con alguien con quien no puedes tener secretos, no puedes tener tristezas, ni dudas, ni pensamientos incorrectos. Eso no es vida, en realidad.

Al menos fue fácil que Félix lo entendiera. De hecho lo entendió en el mismo instante en que Patricia lo pensó... Se despidieron cordialmente unos minutos después, ya en la puerta de la oficina, deseándose suerte mutuamente. Había sido una experiencia curiosa, reconoció Patricia, mientras el ascensor llegaba a su piso. Ahora, se dijo, tocaba enfrentarse a la dichosa reunión. Total, un rato explicando procedimientos y planes de proyecto, luego comer, y luego vuelta al aeropuerto.

A pesar de todo, no pudo evitar sonreír al abrirse las puertas del ascensor. ¿Y si le tocaba el mismo taxista?

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