miércoles, 30 de julio de 2008

Cerró los ojos y se concentró en sus sensaciones... (5)

El viento en los oídos hace casi imposible entender nada, pero te encanta sentirlo. Un viento fresco, salado, y todo se mueve, y tienes que agarrarte al estay con las dos manos para no caerte. El suelo baila bajo tus pies, y pequeñas gotitas de agua de mar salpican tu cara. El sol calienta la mitad derecha de tu cuerpo: es mediodía.

Abre los ojos. El mar se extiende ante ti, perlado por millones de puntos de luz y trazos intermitentes de espuma blanca. El rumor del motor del barco se oye a tu espalda, y sabes que hay alguien al timón y que todo va bien. El barco lleva un firme rumbo hacia el horizonte, balanceándose una cuarta a babor y otra a estribor, como si lo hubiera hecho toda la vida, y tú estás de pie en la proa, agarrada al estay para no caerte, disfrutando del balanceo y maravillándote de los colores del agua y de qué cerca se ven las rocas del fondo cuando miras hacia abajo.

De vez en cuando una juguetona ola inoportuna da un pequeño zarandeo al barco, pero ya te has acostumbrado a ello. Al fin y al cabo, esto es el mar, azotado por los vientos, las corrientes. Estás a merced de los elementos, que por pura casualidad hoy se encuentran apacibles y te permiten graciosamente navegar y disfrutar. El viento agita tu falda y se desliza entre tus piernas.

Te sueltas del estay y te das la vuelta para caminar despacio, con cuidado, hacia la popa, donde tu chico te mira sonriente. Das dos pasitos por la cubierta bamboleante, alargas la mano para cogerte del obenque tembloroso por la tensión, y es entonces cuando el barco tiembla de nuevo, y el mar se vuelve cielo, el cielo se vuelve mar, tu mano no logra agarrarse a nada, y todo se convierte en una fría oscuridad. Una súbita manta helada te envuelve ¿qué ha pasado?

Consigues sacar la cabeza del agua. Te has caído y estás nadando. Por un momento luchas por mantenerte a flote en las frías aguas que se remueven en todas direcciones. Sí, flotas, pero sólo ves horizonte, cielo y nubes. ¿Dónde está el barco? Nadas con tus manos en círculo, y lo ves detrás de ti, su casco pintado de colores (¡qué grande es visto desde aquí! ¡y qué sucio por debajo!) y sobre él, tu chico con la boca muy abierta, mirándote y luchando por desatar un objeto del pasamanos… ah, es un salvavidas anaranjado, que te lanza como un frisbee. Entonces recuerdas que él nunca fue muy bueno lanzando frisbees, y el salvavidas en forma de donut naranjito gira en el aire, hace una graciosa curva a un lado… y cae a varios metros de ti. Demonios. Nadas con cierta urgencia hacia él, rogando mentalmente que tu chico recuerde el procedimiento de maniobra de emergencia para rescatar a un hombre al agua.

Llegas al salvavidas en quince brazadas, escupiendo agua salada en cada una. No eres Gemma Mengual. Al menos ya no está tan fría, piensas mientras te aferras al donut de plástico naranja con letras negras pintadas, aunque ciertamente el mar está mucho más fresco que en la playa. Ahora, al dejar de patalear y dar brazadas, recobras la respiración (¡el corazón te late como un loco!) y descubres que has perdido un zapato. Poco te importa. Piensas en el fondo, donde ahora estará tu zapato, sabes que no hay mucha profundidad aquí y que si te esforzaras y bucearas un poco quizás podrías hasta verlo entre las rocas y las algas: pero ahora sólo quieres fijar tu mirada en el velero, que se ha alejado ya cincuenta metros de ti, demasiado, en tu opinión, y tu chico en cubierta desesperadamente largando escotas y girando el timón a una banda, y las enormes velas flameando caóticas al viento, intentando girar el barco en tu dirección lo antes posible. Vamos, nene, piensas, que me estoy helando aquí.

Desesperadamente lento, el barco va virando en tu dirección. Te asustas un poco al recordar que el mayor peligro en el mar es lo extremadamente difícil que resulta divisar a un náufrago entre las olas, el reflejo del sol, la espuma… tiemblas al pensar que tu chico, a pesar de estar ahí al lado maniobrando el barco, podría no verte, podría pasar a tu lado y no enterarse. Así que, cada vez que él mira en tu dirección, aullas y agitas las manos. Respiras alivada cuando él responde agitando la mano. Ya pone proa hacia ti, lento, pero seguro. En unos segundos estará a tu lado. Sólo flota, tranquila, agárrate al salvavidas, flota.

Una ola te salpica desde una dirección inesperada y te hace entrar agua en los ojos. Te frotas para quitarte la sal, escuece un poco. Cuando los abres, el casco (¡qué enorme se ve desde aquí!) se acerca un poco más a ti. ¿Cómo me voy a subir? Piensas, pero de momento tu único afán es llegar a él. Nadas un poco en su dirección, hasta que la gigantesca y bamboleante masa de fibra de vidrio chapotea a tu lado, y das dos brazadas y apoyas tu palma en el casco. Has llegado. Tu chico te pregunta, alarmado, si estás bien, mientras te lanza un cabo para que te agarres. Está loco si piensa que puedo subirme a bordo así, no tengo fuerza en los brazos, piensas.

Tu chico sí que tiene (la adrenalina hace milagros), y una fuerza sobrehumana te saca del agua y te deposita sobre la cubierta, empapada, helada, temblorosa, sin un zapato, pero sana y salva.

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